sábado, 6 de octubre de 2007

Joseph Ratzinger, la reforma litúrgica de 1969 y el odio a la Misa Tradicional (I)

El reciente desembargo del Misal tradicional ha suscitado la desgraciada, pero previsible, ventura de la aparición contemporánea de corifeos, catilinaristas, comentariólogos, expertos e intérpretes de toda laya. Junto al temido, temible y ya presente cisma provocado por (y desde) las filas progresistas, que ahora y según su mentalidad episcopalista protestante, quieren sobrepujar al poder papal sobreponiéndose ilegal e insidiosamente a la suprema autoridad pontificia —que les ha quitado expresamente una competencia que ellos ahora reasumen de propia mano— se encuentran las distintas tesis con que se busca ocultar el pavoroso hecho.

La ley papal contenida en la Carta Apostólica Summorum Pontificum, en el sentimiento de muchas conferencias episcopales debe ser “interpretada”, “moderada” o en general —según sea el término que el ingenio circunstancial permita hallar— revisada o pasada por los sínodos locales —a la manera de la facultad implícita de los antiguos parlamentos o cabildos locales medievales respecto a las órdenes reales— contrariando el texto expreso y el sentido de la regla pontificia, otorgada por el Pastor Supremo Universal, así como el carácter divino de la institución petrina. En la Iglesia, donde el Papa tiene esta jurisdicción suprema, plena, inmediata y universal, es imposible la revisión de sus decisiones por parte de un Concilio particular o Ecuménico; y la simple apelación en ese sentido, acarrea ordinariamente la pena de excomunión o entredicho, cánon 1372, como se sigue además de los cánones 331, 333, § 3 y 1404 CIC. Esto visto ¿No serán cismáticos los obispos desobedientes (¿o les llamaremos simplemente disidentes?), que pretenden extender su potestad a cuestiones, o situaciones, por encima de decisiones ya adoptadas por el Romano Pontífice? Y sin embargo, es exactamente lo que está sucediendo en Alemania, Polonia y Suiza; y lo que pudo pasar en Italia, según informáramos días pasados.

Una síntesis algo grosera de las grandes explicaciones, brindadas por aquellos a quienes nadie les ha preguntado nada —y a expensas del hecho de que se les haya quitado la facultad, que ahora emplean, de responder a ciertas preguntas molestas— podría exponerse así: Un primer grupo, considera que la finalidad de Summorum Pontificum sería conceder un gesto de condescendiente benevolencia hacia la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, es decir los lefebvristas, con el propósito de reintegrarlos plenamente a la comunión católica; la consecuencia más inmediata de este razonamiento es que los obispos, juzgando por sí mismos que en sus respectivos territorios no existiría ningún problema litúrgico que merezca la atención especial del Motu Proprio, prohíban, restrinjan o tuerzan la celebración de la Santa Misa según dicho Misal plenamente reconocido, o sancionen y persigan a quienes, haciendo uso de un derecho pontificio singularmente privilegiado, celebren la Santa Misa según el rito de 1570 nuevamente promulgado en 1962. Un segundo grupo —que, provisoriamente no considera conveniente emplear el argumento anterior, por considerarlo algo infantil y, sobre todo, por que entraña en lo formal una flagrante desobediencia al Sumo Pontífice— pretende que esta novedad jurídica no es de ninguna forma —ni debe entenderse así— un regreso al pasado; demostrando de esta manera, además de que su comprensión de la Sagrada Liturgia es apenas moderadamente terrenal y prácticamente nada celestial, aunque sí razonablemente luterana, que apunta más cerca del corazón de la cuestión. Si la Liturgia es la celebración del Cielo en la tierra dada por Dios mismo, no existe un antes o un después ni un atrás ni un adelante adonde ir ni desde dónde referirse, por que es el Sacrificio continuo de Cristo ante el Padre, realizado una vez para siempre en la Cruz e instituido en el Cenáculo para todas las edades, hasta el fin del mundo y continuado en la Santa Misa. Veamos algo de todo esto, porque, modestamente, pensamos que serán los argumentos por venir.

La causa de la discordia

La inocultable preocupación episcopal se cursa generalmente hacia una interpretación del reciente desembargo de la Misa Tradicional que no condice ni con el texto de la Letra Apostólica, ni con su sentido, ni con la Carta adjunta que Su Santidad plegara al acto legislativo, para ilustración y consejo de sus lectores. El problema es bastante agudo, porque muchos obispos saben que los derechos repromulgados por S. S. en esta Carta Apostólica, reconocen como causa motiva próxima, política o prudencial, su propia negligencia en el campo litúrgico y el general desafecto con que fuera recibido, en 1988, el motu proprio de Juan Pablo II Ecclesia Dei afflicta, cuyo acatamiento hubiera evitado, tal vez, esta verdadera desposesión de competencia de que les hace objeto ahora por medio de Summorum Pontificum.

Detengámonos en la más frecuente e ilícita interpretación —no se olvide que el intérprete auténtico de una norma cualquiera es el mismo que la dictó, y no quienes deben acatarla o aplicarla— en la cual se sostiene que, tratándose de una diligencia que la generosidad del Papa ha dispensado a los lefebvristas para intentar una reconciliación, no tiene sentido aplicarla allí donde no exista, o donde los forzados intérpretes no vean o no quieran ver, la “cuestión” de la Fraternidad San Pío X o la existencia de una feligresía de número aparente suficiente, que se encuentre a la búsqueda de las formas litúrgicas tradicionales. Por lo cual, muchos obispos han resuelto perseguir violentamente a los sacerdotes diocesanos que atenten la celebración de la Misa Tradicional, persuadidos que no se daría, en esos casos, aquel interés principal que, juzgando la situación por ellos por sí mismos, habría tenido Su Santidad en miras al equiparar ambas formas rituales. Si hacemos abstracción del hecho que la Carta Apostólica no dice una sílaba sobre esta supuesta intención del Santo Padre que la sanciona, lo cierto es que las distintas manifestaciones de adhesión a la Tradición Litúrgica, como quiera que sea y tal como lo recordó el cardenal Castrillón Hoyos en su inesperada intervención en la Conferencia de Aparecida, no se limitan a la Fraternidad San Pío X y concitan hoy a algo más de 2.000.000 de fieles a lo largo y ancho del mundo, en forma inorgánica y dispersa, la mayoría de las veces. En cuanto a los lefebvristas, que suman algo menos del tercio del total de esta cifra, están presentes prácticamente en todas las grandes arquidiócesis y diócesis del mundo, y muchísimas otras pequeñas. El problema de la Misa Tradicional ha dejado de ser, pues, un fenómeno local europeo, o de Francia, Suiza o Roma o de algunas diócesis americanas como Wáshington, Buenos Aires o Nueva York, para convertirse en una especie de clamor universal bastante bien conocido con casi 40 años de “militancia”, que requiere desde luego una solución, y no un palo; pero que, sin embargo y a pesar de todo ello, que es como un efecto, pero no la causa misma, no es el motivo principal que el Papa tuvo en vista cuando sancionó el motu proprio.

Los más perspicaces o menos audaces o, tal vez, más calculadores, comprenden que no es de su resorte ni conveniencia intentar explicar negativamente un acto pontificio, sin desacreditarse simultáneamente ellos mismos, viciando de este modo su propia autoridad episcopal. Por ello, recurren a explicaciones bien diversas y ocurrentes (como aquella que circulara hace dos meses, en al cual se suponía que Su Santidad tenía en miras con el motu proprio, solucionar el conflicto con la Iglesia de China; que ciertamente, no es litúrgico) pero, como quiera que sea, cuidándose de aclarar que esto no debe suponerse jamás, nunca, de ninguna manera, ni entenderse, como un “regreso al pasado” o un temible y temerario (más bien: temido) “salto para atrás”. Como adelantamos unas líneas antes, la Liturgia es, por esencia, atemporal, “eternidad en el tiempo”, y no está circunscripta ni determinada por el pagano dios Cronos; sus tiempos —que ciertamente los tiene, juxta modo— son más bien celestiales, en cuanto aunan misteriosamente el Cielo y la tierra. Pero como el argumento queda rozado por aquel axioma de que excusa no pedida, verdad admitida, ha de prestársele alguna atención, porque como decimos antes, raya más alto y, por consiguiente, ronda más cerca de la verdad. Luego, esta explicación tampoco es la verdadera, pero solamente por incompleta.

¡Pero que serio ha de ser todo esto, para que tantos, se atrevan a tanto!

—¿Y Usté qué sabe, me puede decir?

Yo no sé nada; pero el Papa sabe por qué ha hecho esto; y vamos a preguntarle. En unos días, pues, la respuesta. Así que: ¡paciencia!.


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