jueves, 9 de noviembre de 2006

El nuevo orden, parte I

La "paz" de Versalles, en 1918, puso punto final a la Santa Alianza; ideada, formada y mantenida por el Imperio Habsburgo desde la paz de 1815, y acaso, también a 2.000 años de orden romano. Fué un siglo de imperfecto y lábil predominio católico en Europa, con tolerancia de los orígenes étnicos o religiosos de todos los habitantes; por que todo imperio requiere como condición para su existencia real, como elemento constitutivo esencial, la cristiana aceptación de la indiferenciación racial y religiosa de la población, lo que funge así de cierta razón de unidad. El acto "imperial" por excelencia de Roma y causa inmediata de su consiguiente elevación a la categoría definitiva de gran imperio ejemplar, será precisamente el otorgamiento de la "ciudadanía universal romana" a todos los habitantes residentes dentro de sus extensísimas fronteras, con prescindencia de sus origenes, ocurrida en el año 212 mediante una ley conocida como constitutio antoniana, obra del emperador Caracalla.

La masonería no perdonó esta posibilidad verdadera de paz, perturbando el mundo cristiano con frecuentes y violentas revoluciones, como las europeas de 1830, 1848 y las de 1870, todas ellas marcadas por un fervoroso y furibundo anticatolicismo. Tanto el anticlericalismo como el antimonarquismo, fueron epifenómenos de este profundo odio anticatólico que sesgó de lado a lado un siglo de inigualable cinismo "occidental" y violencia política.
Francia preservó como una máscara su carácter de potencia europea y católica con Napoleón III, un completo incapaz que no pudo llevar a cabo la tarea que Dios había asignado, en realidad, a su genial tío, por lo cual cayó bajo la balas alemanas en Sedán y la revolución comunista de París. Inglaterra fomentó cuanta revolución izquierdista, socialista, libertaria o masónica quiso campear por sus respetos en una Europa enloquecida, mientras impedía por la fuerza, entre 1877 y 1878, que el Imperio Ruso pusiera en vereda al colosal Imperio Otomano, cuya capital, la antigua Constantinopla, estaba sitiada por el ejército de los Romanov. La Alemania luterana caminaba lentamente hacia la formación del nuevo imperio pagano de 1870, el de Bismarck, mientras Austria jugaba sola y aislada el papel de protectora del orden tradicional y el catolicismo, sin poder impedir la caída de Roma, y de la mismísima persona del Papa beato Pío IX, en manos masónicas y marxistas, ese funesto año de 1870.
El orden antiguo, rescatado con alfileres por Metternich en 1815, cedía bajo el peso de la traición, el cinismo y la acción de las sociedades secretas.
El golpe final fué la "paz" de Versalles de 1919, por cuya causa disolviéronse definitivamente los tres imperios cristianos subsistentes: Austria-Hungría, Rusia y Alemania, y con ellos, el orden antiguo y aceptado por las naciones civilizadas y, por sí mismo, causa de dicha civilización. Quizá el símbolo más representativo de la era que se iniciaba fué el desplazamiento de la mejor persona que, individualmente considerada, haya desempeñado una función política en todo el siglo XX: el beato Carlos de Austria, el último emperador.
La naciente URSS habíase rendido en 1917 ante los alemanes imperiales, existiendo así la posibilidad de restaurar una monarquía que la miopía del yanki Wilson, la perfidia anglosajona, el cálculo de una masónica Francia, se negaron a concretar, lo cual salvó al recién nacido imperio rojo de la "prematura" muerte que las grandes batallas en el frente oriental habíanle deparado, mediante el desconocimiento aliado de su rendición separada en Brest-Litovsk.
La proyectada reunión de los pueblos de habla alemana en un único imperio bajo los Habsburgo, hubiera sido la mejor y más eficaz garantía contra el futuro nazismo y, por supuesto, contra el creciente gigantismo comunista de los años '30 y subsiguientes, como asimismo una interesantísima novedad política que uniría una Europa central destrozada por las disensiones, la mala interpretación de la nacionalidad como derecho al exterminio ajeno, y una posibilidad real de vivir en paz bajo un sistema patriarcal, común y suave.
De la liquidación del orden antiguo no surgió, de momento, nada, como no fueran las ambiciones de dos grandes aspirantes a reemplazar lo demolido en un plazo más o menos corto de tiempo. Por una parte el comunismo soviético, encarnado en la ex-cristiana Rusia, convertida ya en el gulag que conocimos después, parecía reclamar su porción de la Europa despedazada. Por la otra, la revolución protestante, también de formas políticas socialistonas, y surgidas ambas en 1933: el new deal de Roosevelt y el nazismo de Adolfo Hitler. Mas estos dos bloques solo eran aparentes adversarios: en realidad, el mundo anglosajón era el dueño de la Revolución Rusa de 1917, acaecida bajo sus efectivos auspicios y auxilios, como también de los menos intensos del Imperio alemán, de modo pues que la verdadera lucha por el predominio del vacío político dejado por los Imperios, quedaba planteada exclusivamente entre protestantes: Anglosajones o sajones, y punto.
El espectro soviético resultaba ser, así, meramente "funcional" a estas sendas aspiraciones, por cuya razón ambos contendientes se le arrimaron, sin ponerlo en peligro, hasta transpasar inclusive el prudencial temor a quemarse, sin la menor vergüenza. Los hechos lo prueban a gritos: En 1938, Alemania cierra un tratado de paz y no agresión con la Unión Soviética (conocido como Ribbentrop-Molotov), adelantándose diplomáticamente al mundo anglosajón, su contrincante, por lo cual ambos, Alemania y Rusia, invaden Polonia con pocos días de diferencia en 1939. Los anglosajones, luego de declarar la guerra solamente a Alemania por la invasión de Polonia, cede generosamente a la Unión Soviética en 1945 todos los territorios que ésta ocupara por la fuerza de las armas en 1939, junto con su aliado alemán. En el mapa de abajo se registra este hecho; el territorio en amarillo, es netamente alemán según los tratados de límites internacionales de 1937, pero es entregado a Polonia en compensación, que pierde toda la zona en verde, su territorio histórico, reconocido por todas las potencias en 1919, e invadido por los soviéticos en 1939. Es decir, se consolida la ocupación que dió razón histórica a la 2ª Guerra Mundial.Este "nuevo orden" fáctico (todavía no se hablaba, abiertamente, de tal cosa) es consecuencia de los Acuerdos de Yalta y Potsdam y es el primer intento público exitoso de ingeniería social, de carácter netamente ideológico, que se lleva a cabo premeditamente en el mundo moderno y por cuya causa, millones de europeos son desplazados de sus hogares, trasladados fuera de su país, obligados a emigrar o simplemente eliminados como material descartable. Así, desaparecen o se "desplazan" países enteros (como acabamos de demostrar) y poblaciones completas.
Para completar el cuadro, debe advertirse que, ya por entonces, Francia era una sombra nada más de la potencia que había sido, precisamente a causa de su adhesión a la política anglosajona que nunca dudó en sacrificarla a sus intereses; circunstancia providencialmente advertida por Philippe Petain en 1940, cuando, ya comenzadas las hostilidades, se reclama de su patriotismo nada menos que comandar la derrota organizada por los irresponsables. Esta situación derivará en el "castigo" que Francia sufrirá desde entonces, privándosela hipócritamente de su derecho como nación agredida y beligernante entre 1939-1945, e invocándose para ello que De Gaulle ¡no era una autoridad electa libremente en Francia! No más pensar en José Stalin, es suficiente para desarmar este infundio y darle su dimensión verdadera.
De momento, no es posible, pues, advertir el exacto sentido y alcance de estas maniobras, fuera de su patetismo horroroso, y su esencial crueldad, justificada en la ocasión en la desmilitarización territorial ya convenida, o en la "prevención" contra ésta o aquella raza (alemana y polaca) o sencillamente, siguiendo el consejo del propio interés.
Pero ya ha nacido el "nuevo orden", puramente anglosajón, que se desprenderá de su rémora comunista en 1989, cuando no pueda ya prestarle útiles servicios como contrafigura, como segundo término de una dialéctica indispensable al mantenimiento del poderío propio.
El nuevo orden no supone la extinción del comunismo, sino su agregación al régimen preponderante bajo el pretexto de abandono del régimen anterior; no se quiere decir con esto que no fuera real la aniquilación del comunismo en ciertos países, como podría ser Alemania Oriental, Hungría o la ex Checoeslovaquia, Rumania o Bulgaria. Pero es inadmisible pretender que en la ex URSS esté muerto y sepultado, cuando un general de la ex KGB es su presidente "constitucional", cuando las "mafias" que manejan su economía y sus recursos son los mismos miembros del Partido que se han quedado con todos los resortes nacionales de alguna importancia. El asesinato de periodistas (algo ingenuos realmente) o la evidente conspiración de silencio que se impone a Solzienitzhin, así parecen indicarlo.
De ese nuevo mundo surgido de la hecatombe europea, de la desgracia de centenares de millones, emergerán los ya crecientes Estados Unidos como la primera y única potencia mundial, con aspiraciones secretas de cetro imperial, y costumbres de patán de opereta.

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